Lo bueno de: Estar en Crisis
La vida tiene una escuela tanto para aprendices como para entrenados en años llamada cambios. Los cambios pueden estar presentes a la vuelta de la esquina, en una mudanza, en un cambio de trabajo, en un retorno tal vez a una vieja situación o a un viejo amor que por ser retorno no implica que sea lo mismo.
El tiempo tiene esa capacidad de alterar todo aquello que transitamos y aún de alterar nuestros recuerdos. Es que somos seres constituidos por nuestra relación con el espacio-tiempo. Decimos que: “Estamos fuera de onda”, o “en la onda”; somos “anticuados” o “contemporáneos”, “clásicos” o “vanguardistas”… Toda nuestra experiencia aparece teñida del tiempo. El enamorado suele sentir como que el tiempo se detuvo cuando vio a la mujer de sus sueños. La gente queda plantada esperando cuando la persona anhelada no acude a la cita. Los que rinden exámenes sienten que el tiempo no pasa, o que pasa volando. Si una charla es aburrida decimos que duro una eternidad…
Pero el cambio tiene la singularidad de obligar a nuestra mente a introducir un viraje en donde nuestros esquemas acerca de cómo, cuándo y dónde se hace algo parecieran agotarse.
Es el agotamiento, la naturalización, la habituación que se torna tediosa la que nos impulsa al cambio. Es el malestar frente a lo que siempre es lo mismo, lo que tiene en si la capacidad de ponernos en crisis. Que algo ya “no salga” siguiendo los mismos pasos que antes nos pone en crisis. Y la crisis es un quiebre, y ahí uno se estanca y queda mirando hacia atrás (recordando lo hermoso que fue antes), o decide mirar hacia adelante (dar un salto a lo incierto en ocasiones), para continuar. Se puede continuar mirando hacia atrás, como quien da los pasos a la inversa, como esperando algo que nunca volverá. O se puede mirar hacia el futuro, preñados de esperanzas e incertidumbres, pero dispuestos a dejarse transformar. Y cuando eso sucede, no sólo como individuos somos transformados, sino que tenemos la capacidad de transformar a los demás.
Sin embargo no toda crisis implica cambio, ni todo cambio es cambio. Se pueden cambiar personas en puestos laborales, se pueden realizar mejoras tecnológicas, introducir nuevos objetivos, y hasta nuevas promesas políticas; pero nada de eso asegura la transformación. Para que el cambio sea cambio tiene que poder afectar a las coyunturas mismas de la lógica con que se mueve un pueblo, una comunidad, un grupo. Tiene que lograr cambiar cabezas, afectar subjetivamente, introducir un viraje tal en donde no haya punto de retorno porque esto nuevo se aleja tanto de lo viejo que ya se hace inconmensurable la sola idea de volver hacia atrás.
En nuestras culturas actuales, la idea del cambio es una idea romántica, de revolucionarios, desgastada en una sociedad de guerras y hambre. Pero son estos hechos, paradójicamente, los que tienen la capacidad de indignar, de provocar tal quiebre que transforme una sociedad, siempre y cuando no logren adormecerla antes, mediante los artilugios de lo naturalizado, de lo rutinario, de lo que siempre ocurrió asi. Cuando un pueblo se siente atravesado en sus fibras intimas, cuando un hombre se siente atravesado en sus fibras más intimas por la indignación, el dolor por la injusticia, el cansancio de la rutina, entonces ahí, y solo ahí un pueblo, un hombre ha entrado en una crisis capaz de transformarlo, transformando lo que lo rodea.
¿Por qué es tan difícil? Porque implica dejar los lugares seguros, ganarse un par de enemigos, y vencer un par de otros viejos enemigos, sobre todo los enemigos internos llamados: miedo, temor, inseguridad y soledad. El mismo cuarteto del que adolece la sociedad actual en su forma político-social y que nos desune, encerrándonos a cada cual en nuestro pequeño mundito individual.
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